Así me decía siempre mi mamá.
De adolescente solía tener ocasión de considerar la frase porque de vez en cuando me tocaba a mí atender al lechero—un tipo majo, pelirrojo. Por suerte me han dicho con frecuencia que tengo los ojos de mi padre, así supongo puedo descartar el chiste habitual de mi madre acerca de mis orígenes dudosos.
Los pájaros siempre picoteaban nuestras botellas; para combatirlo mi madre dejaba 3 guijarros por la puerta, y el lechero tapaba las botellas para evitar un atraco aviar a nuestras bebidas bovinas. Aún así algunas mañanas descubríamos las botellas sin piedras, ya penetradas las tapas de aluminio por picos lascivos.
Mi amigo Daz era lechero principiante. Me llevaba un par de años más e iba a su casa por las mañanas para que me llevara al colegio en su coche. Era un tipo larguirucho y siempre tenía los ojos achinados por el sueño. Arrancaba todas sus mañanas engullendo media botella de leche entera. A Daz le gustaba todo a full.
Por hacer la “ronda” se pagaba bastante bien. Sí, conllevaba madrugar a una hora diabólica pero el pago recompensaba.
Un día Daz me preguntó si quería echarle una mano. Dije sí y la mañana siguiente me encontró tirando piedrecillas a su ventana. Todavía era de noche y el viento frio desafiaba las capas extras de ropa que me envolvían.
Dejé pasar un tiempo y volví a meter la mano enguantada entre las piedras para otro intento pero antes de tirarlas salió su cabeza y susurradamente gritó “!Ey up!”—el saludo típico por allá—y me tiró las llaves . Dejé caer las piedras, abrí la puerta y me metí.
La cascada petrificada de guijarros no usados aún resonaba en mis oídos mientras subía las escaleras.
Daz hizo unas tazas de té “bien machacados” (fuertecito) y las tomamos esperando el milk float (la furgoneta eléctrica). Hubo un bocinazo amortiguado y salimos.
Saludé al lechero. Hubo algo místico en el encuentro: observar a alguien que había visto tantas veces en otro plano—pero ahora saludándole en su elemento, sus ojos azules y su barba roja brillando entre la miríada de botellas blancas que relucían en la madrugada oscura. Parecía el mismísimo Dios de la mañana.
El procedimiento no fue tan complicado. Me dieron una tabla con unos papeles que llevaban una serie de símbolos primitivos que explicaban para cada puerta que tipo de leche querían y la cantidad. Me sentí algo mareado pero puse toda mi atención, y tanta fue la atención que le ponía que no capté la mitad. Por suerte Daz me dijo que haría las primeras puertas conmigo hasta que lo manejara bien.
No tardamos en entrarnos cómodamente en la rutina. El “flote” eléctrico rodaba casi en silencio, y nosotros también callados, envueltos cada uno en sus pensamientos, inmersos en el rugido eléctrico debajo nuestro, y con el tintineo de las botellas detrás. Miré al espeso cielo oscuriazulándose, puntuado por las siluetas azulioscuras de los arboles contra las casas que sabía eran todas de ladrillo rojo pero ahora no eran más que imitaciones pálidas y pobres mandado a nuestro mundo irreal desde el mundo real que por ahora andaba suspendido, negado, hasta que no se dejara de colorear todo.
Periódicamente el jefe paraba la furgoneta y Daz y yo saltábamos para repartir. El jefe nos decía dónde nos esperaba y se iba rodando para cumplir con pedidos de otras calles.
Despues de un zumbido que parecía eterno, y quien sabe cuántas vacas de leche repartida, nuestro jefe me preguntó:
“Qué te parece la ronda?”
“Como las pelotas del cucho,” dije. O sea, genial.
Agregué un comentario diciendo que me parecía un oficio relajante.
“Pues no si vives en Rotherham.”
“¿Por qué?”
“Peleas por territorio.”
“¿En serio?”
“Sip. Territorio limitado, y cada día más competición. Casi más lecheros por ahí que puertas. De joven trabajaba en Rotherham. Pero ya casi no hay demanda. Por los supermercados, ¿ves? Cada día menos gente pide entrega a domicilio. Y eso es lo que empuja a lecheros en el territorio de otros, intentando ordeñar las ultimas gotas antes que se acabe todo.”
Y me vino de golpe la idea de que estaba presenciando algo a punto de desaparecer.
Seguí reflexionando en todo eso mientras dejé dos botellas en la puerta número 1 de Wellfield Crescent—la casa de mi infancia, donde residía el primer recuerdo que tengo de toda mi vida. En ese recuerdo subo las escaleras con un edredón de Superman en la mano, y no sé qué andaba haciendo antes ni después, solo tengo ese recuerdo de estar por la mitad de las escaleras—suspendido en el tiempo.
Ya el día parecía empezar. Menos oscura ya, empezaban a trinar los pájaros. Daz me miró con una sonrisa ancha y ahora entendí como soportaba madrugar todos los días. Era una maravilla tener acceso a las puertas traseras de todo el pueblo. Y a los mil jardines nunca vistos que me habían sido toda una vida vetados.
Ya con una rapidez exponencial la luz del día empezaba a acelerar todo, incluyendo nuestro ritmo. Me sentí totalmente intoxicado y entumecido por el cansancio pero contento. Y qué sensación más extraña cuando finalmente entramos por mi calle. Daz y el jefe me sonrieron.
“Pues ya te toca, hijo. Creo que ya no necesitas que te lo entregue yo.”
“Sí señor,” dije. Fue un rito, un pasaje de iniciación.
Giré para agarrar las últimas tres botellas de full cream y salté del flote para depositarlas en mi puerta. Después coloqué los guijarros.
“No hace falta que me busques en casa,” dijo Daz, “vendré a buscarte. A ver si duermes un par de horas.”
“Okei,” le dije, abriendo la puerta.
Subí las escaleras y por la mitad ya estaba casi soñando. Caí rendido en la cama y de lejos allá fuera creí escuchar los tres guijarros, uno tras el otro, caerse para tocar a la puerta de Morfeo.
*
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